Segundas Oportunidades
Hoy me permito escribir a pluma libre, sin libreto, sin bosquejo y sin texto inicial a desarrollar. Hoy tomaré la libertad de llamar al artículo ‘mío’ para compartir con ustedes, amados hermanos y lectores, mi tren de pensamiento respecto a un punto de inflexión que viví en carne propia hace un mes.
Es impresionante que ya hayan pasado cuatro semanas tan rápido y con tanta facilidad, y es que el tiempo ahora parece ir más lento en ocasiones, mientras que en otras circunstancias parece correr con mayor prisa. Sucede que, al verme yo envuelto en un siniestro de tránsito, un accidente automovilístico sumamente aparatoso -según testigos-, terminó por voltear no solo el automóvil, sino también mi perspectiva al respecto de mi fe, mi vida y mis decisiones.
Los detalles del incidente, sobran. Realmente no ganamos en ahondar en detalles de algo que ya sucedió y que no representa contexto a la reflexión que llevaré a continuación. No obstante, aquellos que atestiguaron el accidente me contaron de dos golpes contra el muro de contención, una volcadura por demás ruidosa y un silencio sumamente estremecedor. En palabras de una persona que ahí mismo me atendió, todo indicaba que era un accidente de aquellos donde las personas salen con una manta cubriéndoles la cara, mientras que yo salí caminando y sin lesiones, salvo una ligera cortadura en mi codo izquierdo. Verdaderamente, un milagro.
Al reflexionar un poco sobre este acontecimiento y ‘la fortuna que corrí’ ese día, quisiera destacar tres verdades que solemos olvidar en nuestro día a día como cristianos y que, sólo por medio de situaciones extremas como aquella en la que me vi envuelto, es que podemos sembrarlas profundo en nuestros corazones.
Primero, Dios prueba el cuidado de sus hijos.
¿Cómo sabríamos que un edificio resiste a los terremotos si no tiembla? ¿O cómo podríamos asegurar que algún material resiste a las llamas sin pasarlo por el fuego? Así Dios prueba que Él realmente cuida de nuestras vidas, al permitir que atravesemos por momentos difíciles, pero siempre bajo Su protección y abrazo paternal. Dios permite las pruebas y las dificultades para mostrar que Su Poder es más grande (Ex. 3:19-20; 9:16; 14:4), para dar a conocer que Él guarda a sus escogidos (Jos. 2:10; 1 Cr. 16:24; Sal. 64:9), y para regresarnos en amor al camino correcto, confiando siempre que en verdad es amor lo que motiva a las acciones de nuestro Dios (1 Jn. 4:10-11).
Cuando era incrédulo, consideré la muerte como un escape definitivo y certero de todos mis problemas y conflictos. Siguiendo el pensamiento del gran G. K. Chesterton, suicidarse no es matarse a uno mismo, sino a todos los hombres junto con uno -al menos, desde la perspectiva del que se suicida-. El que atenta contra su vida, niega el privilegio que Dios le ha dado de ser parte de Su Creación, de vivir con su respirar los versos de Carl Boberg, cantando “al contemplar los cielos… al escuchar el canto de las aves… mi corazón entona… ¡Cuán grande es Él!”. Todo lo contrario, el que se mata cumple el sueño dorado de Nietzsche, matando a Dios consigo -o, al menos, intentándolo-. Aquél que se quita la vida está declarando su independencia del Dios que todo lo sostiene y, como consecuencia, paga el precio de forma inmediata. Por esto y más motivos es que el incrédulo ve con romanticismo el momento de su muerte, más aún si él mismo decide la fecha y la hora de su partida. El morir de esta forma es quitar del cuidado de Dios el momento de nuestra muerte, es decirle como el hijo pródigo ‘hasta aquí, dame mi herencia y me iré’ (Lc. 15:11-12).
Ahora, como creyente, al experimentar la cercanía con la muerte y el ‘final del túnel’, viví momentos indescriptibles a las palabras. Si bien, debo confesar que unos momentos no terminan de volver a mi memoria, la realidad es que puedo recordar cómo es que ciertos destellos del accidente causaron en mí el pensamiento fatalista de “este es el final, hasta aquí he llegado”, y sería falto a la integridad decir que no experimenté un pavor inexplicable. Y no que tenga miedo a la muerte, pero de mí escapa completamente el deseo de terminar con mi vida. Al ver que hay mucho que Dios me permite disfrutar, contemplar, abrazar, amar y edificar en esta presente vida, sencillamente no deseo morir, sino seguir respirando mientras vivo plenamente cada instante que Él permite que continúe en esta tierra.
Esta es la prueba definitiva de que estamos bajo el cuidado de Dios. Ustedes y yo desconocemos si una bala puede alcanzarnos en un momento inoportuno, o un terremoto acerque el techo y el piso de nuestras casas, o quizás nuestro corazón deje de palpitar súbitamente, o algún automovilista imprudente tome nuestras vidas en el arroyo vehicular. En consecuencia, es necesario concluir que Dios está cuidando cada momento de nuestras vidas, y guarda en Su Mano el momento de nuestra muerte.
Segundo, Dios fortalece la conciencia de sus hijos.
Si antes no creía en Dios, ahora creo. Y si antes creía, ahora es con mayor fuerza. Desde aquí, no hay fuerza humana -ni sobrehumana- que me pueda convencer de que yo no estoy en el Hueco de la Mano de mi Dios, quien paternalmente guía mis pasos y que, a pesar de mis faltas, pecados y delitos contra Su Santa Ley, muestra Su Amor para mí en los brazos extendidos del Señor Jesús en aquella cruz. ¡Claro está! Esos mismos brazos están hoy abiertos, pero en los Cielos, nutridos de vida por Su propio Poder y por el Espíritu Santo, el cual también ha sido dado a mi vida como un obsequio de Gracia.
Encomendarse a Dios en el momento de nuestra muerte, antes que un acto de cobardía o temor, debe ser visto como una virtud sorprendente entre nosotros. Es el reconocimiento final de que, delante de Dios, somos como nada, mientras que Él lo llena y sustenta todo (Dn. 4:35; Col. 1:17). La encomienda resulta ser la petición final de cristiano, la oración que termina por probar la fe de aquél que la enuncia. Es el examen para el alma que ha juramentado en vida ‘aunque ande en valle de sombra de muerte, no temeré mal alguno’ (Sal. 23:4). Y, claro, salir con vida en esos eventos son fuentes altas de vigor, de fe y de devoción a Aquél que responde a nuestras oraciones ‘hoy no, hijo mío, mis Planes son más altos que esto’ (Is. 55:9 cp. Job 42:2) y, ¡quién de entre nosotros puede vivir un milagro y aún negar que Dios tiene planes mayores! Ser convencidos de que Dios está obrando en nuestras vidas y que activamente nos protege, antes que un golpe de orgullo, es una dosis de humildad, devoción y sumisión a Él, reconociendo fervientemente que a Él nos debemos y que de Él somos. Como dice el apóstol San Pablo, ‘ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí’ (Gal. 2:20).
Que, por cierto, los eventos que verdaderamente son milagrosos, que nadie puede explicar, que no existe forma humana de dar motivo, razón o argumento para justificar el curso de las acciones, son los mismos que nos hacen voltear al cielo y decir ‘sí, hay Alguien allá arriba’. Y claro, puede que Él se valga de las leyes naturales que están bajo su vigilancia y guarda para ejercer los planes de Su Providencia. Sin embargo, ver Su Mano interviniendo en lo natural y doblándolo para ejercer ‘lo sobrenatural’ se vuelve el origen de una fe totalmente firme, que difícilmente será quebrantada, si es que ésta permanece delante de Él (Hab. 2:1). Claro está, Israel vio diez plagas poderosísimas de nuestro Dios y nunca terminó de creer, los judíos y romanos vieron el cielo negro, el velo partido y la tierra temblando cuando nuestro Señor Jesucristo murió en aquella Cruz, y nunca terminaron de creer. Sin embargo, siempre hay un Josué, un Caleb, un puñado de soldados romanos o, en palabras de nuestro Dios, un remanente que reconocen, en medio de estos milagros y señales, que Él es Dios. Roguemos a Dios ser fortalecidos de este modo.
En el caso de su servidor, puedo ver como Dios ha fortalecido mi sentir sorbe el cuidado que Él tiene de mí. No me quedan dudas de que Él está en absoluto control de mi vida, y que cada decisión que tomo, aún aquellas que parecen alejarse de Su Voluntad y Cuidado, están bajo su observación, de modo que Él mismo, aún si esto conlleva voltear nuestro camino -o el automóvil, en mi caso- para que volvamos a Él en arrepentimiento y obediencia. Me fortalezco en saber que Dios no me ha abandonado a mí mismo (Ro. 1:24), sino que, como dice el precioso canto de Will L. Thompson ‘¡Cuán tiernamente nos está llamando Cristo a ti y a mí!… «Oh, pecadores, venid»’. Ser receptor de esta Gracia, en palabras de San Pablo, me esclaviza a mi Señor (Ro. 1:1). ¡Cuán firme cimiento se ha dado a la fe!
Tercero, Dios cimienta las decisiones de sus hijos.
Lo último mencionado me trae a una tercer verdad. Durante mis años de vida, se me ha aconsejado acerca de mis decisiones con personajes como el rey David, Salomón, o alguno que otro héroe del libro de los jueces. No obstante, Dios me ha dado una segunda oportunidad de vida y, contrario a ejemplos ya mencionados, yo hoy veo la imagen que está en mis memorias comparada a la vida del profeta Jonás y como a la del apóstol San Pablo. Junto a Jonás, he salido de la boca del gran pez; y junto a San Pablo, perdí la vista, pero ésta me ha sido devuelta. En ambos casos, las decisiones que éstos valientes hombres tomaron ya no estaban sujetas a las circunstancias u opiniones que les rodeaban, sino que su única explicación para su actuar fue ‘Dios así lo ha mandado’.
El rey Nabucodonosor no vivió una, sino hasta en cuatro ocasiones el milagroso Poder de nuestro Dios, y fue solo hasta la cuarta ocasión en que Dios lo humilló para que le reconociera como el Único y Verdadero Dios que la voluntad del rey de Babilonia se cimentó en subordinación y obediencia a Él (Dn. 4:35, 37). Mucho se debate sobre si Nabucodonosor fue salvo al final de sus días. Personalmente, me gusta pensar que todos los autores humanos de la Biblia fueron inspirados por el Espíritu Santo y, por consecuencia necesaria salvos. Y si Nabucodonosor es contado entre los autores de la Biblia (Dn. 4:1), no me sorprenderá verle en la Gloria Eterna. ¡Ese es el Poder de nuestro Dios! ¡Doblar al hombre más poderoso y más arrogante del mundo antiguo y hacerlo reconocer que Él está por encima suyo!
Trayendo dicho Poder a un plano más cercano a nosotros, éste nos guía igualmente a tomar decisiones y avanzar en nuestra vida. No es extraño para ustedes un texto que suelo citar con frecuencia, el ‘hacer todo para la Gloria de Dios’ (1 Co. 10:31). No obstante, lo común realmente es dudar en nuestras decisiones, pues nos hacen preguntarnos si realmente estamos haciendo tal o cual para la Gloria de Dios, o no. Sin embargo, cuando vivimos y experimentamos la Mano de Dios moviendo nuestras vidas en una dirección, resulta sensato examinar nuestras decisiones y, mirándolo a Él y a su Gloria, actuar en Su Favor (Col. 3:1-4).
Si alguno tiene dudas de actuar, un milagro cimentará sus decisiones. Si alguno tenía dudas del camino a tomar, un milagro despejará las variables innecesarias. Si alguno no estaba considerando a Dios entre sus planes, un milagro le recordará que Él y Su Reino deben de ser sus planes. Es Dios quien nos permite tener conciencia de resolución, de que hemos fijado nuestra meta en algo, y que aquello perseguiremos. La pregunta es, amados hermanos, ¿qué hemos resuelto en nuestras vidas? ¿qué estás haciendo con los pocos o muchos minutos que te quedan en este lado de la eternidad? ¿hacia dónde apuntan tus ojos?
Por mi parte, les comparto que ha vuelto a mí la vida misma, me siento vivo, me siento protegido, me siento seguro, abrazado y confiado en Él. Con Él lo tengo todo, sin Él yo no tengo nada. He recibido de su parte una segunda oportunidad. Me ha llamado a reordenar mi vida y mis decisiones en favor de Su Gloria pues, como un canto de Rich Thompson y Jonny Robinson “Su Gloria es mi bien”.
Hermanos, decidan. Y todo lo que hagamos, sea comer o beber o cualquier otra cosa, hagámoslo todo para la Gloria de Dios (1 Co. 10:31).
A Dios sea la Gloria.